" El Libro de la Vida es breve,
y una vez que se pasa una página,
todo lo que queda
es el Amor . Yo así lo creo"
Don Mc Lean
Llegados a cierta edad, la vida te
brinda muchas ocasiones de recordar
aquellos sucesos que han marcado
nuestras vidas. Lo curioso a veces, es el cúmulo de “casualidades” que nos
hacen esos recuerdos tan increíblemente
presentes.
Ayer, por ejemplo, vísperas del
“redondo” aniversario de la muerte de Eduardo, me encontré “casualmente” con su
madre en mitad del barrio. A punto estuve de no hablar con ella, pues mi
garganta no me permitía articular palabra, pero al final, lógicamente, me vio y
hablamos.
Me contó lo fastidiada que anda también
de la garganta (si la mediana edad te parece jodida, espérate a la “feliz
ancianidad”…) y de que los médicos no le diagnostican nada. ¿Estará todo en la
cabeza?
Hablamos de mis padres, de Marcelo,
y yo notaba cómo sus ojos se iban humedeciendo. Al final, justo antes de
despedirnos, caí en la cuenta de la causa:
“Ya ves, mañana 25 años de Eduardo.
No lo habías olvidado, ¿verdad?”
-Cómo voy a olvidarlo, le respondí,
y así era. Al final nos fundimos en un largo abrazo que acabó por emocionarnos a ambos.
Sin darme cuenta, había olvidado por un
instante que, siempre que me ve, se acuerda de su hijo, razón por la que en
agosto, en el entierro de su sobrino, no quise acercarme a realizar esa odiosa “formalidad” que muchos realizan aun a
sabiendas de que lo cierto es que no sienten nada. Si ya lo habíamos hablado “casi
todo” en el tanatorio, me pareció que sólo añadiría más dolor.
Han pasado 25 años de aquel suceso
que marcó nuestras vidas, la de nuestra pandilla, que surgió apenas 5 años
antes entre los muros del Instituto. Cada uno lo vivimos de una manera, pero a
mí me marcó el hecho de que fuera el último en enterarme por estar enfrascado
en el estudio. Así es la vida, como decía John Lennon: tú te empeñas en
alcanzar no se sabe qué sueño, y de repente la cruda realidad te deja de un
aire…
Recuerdo las preguntas que se hacía
Don Germán García Ferreras en su crónica del Palentino, aquella “lección que todos teníamos que aprender”
y que, sin embargo, no alcanzábamos a entender.
¿Qué lección -decía y repetía José-Carlos sin parar, y por supuesto, sin llegar
a comprender?
Después, con el paso del tiempo,
empezamos a entender. Se refería a la muerte por la que todos hemos de pasar,
pero eso no se nos alcanzaba a nosotros, jóvenes aunque sobradamente preparados
de la generación supuestamente “perdida” (como todas) del 70.
Fue un frío 13 de enero, la primera
y única vez que ese número, tan presente en mi vida, me deparó mala suerte.
Recuerdo el impresionante funeral,
con más de 2000 personas en un pueblo de apenas 40 habitantes, y recuerdo la
impresión que nos causó el hecho de que no hubiera sepultura en su tumba.
“Era algo que habíamos hablado
muchas veces, me dijo su madre”.
Lo cual es un reflejo de lo poco
que le importaba el mundo y sus apariencias, y de lo cierto del dicho de que
venimos a él con una mano delante y otra detrás.
Al año siguiente, por una vez en la
vida, mis amigos acertaron de pleno el día de mi cumpleaños, al regalarme el
último disco de James Taylor, que creo salió un año antes y llevaba el curioso
título de “nunca mueras joven”. Digo
curioso por la sincronización, de la que precisamente habla esa canción.
Dicen que la muerte da sentido a
nuestras vidas, pero hay muertes que, al contrario, se lo quitan. Sobre todo
cuando van contra las leyes de la naturaleza y el joven ha de partir, quedándose
aquí el adulto o el anciano, o cuando es un niño de 8 años el que, como pasó
con Antonio, se queda sin padre. Cuesta mucho entenderlo, mientras otra gente
sigue haciendo el mal y campando por sus respetos sobre la faz de la Tierra.
Veinticinco años dan para mucho.
Uno madura bastante en ese tiempo: goza, sufre, se enamora, se desenamora, se
ilusiona y se frustra innumerables veces. Entonces no era consciente de que,
sin saberlo, comenzaba a hacerme un hombre. Ahora he vivido tantas cosas, que a
veces me pregunto si tengo la edad que tengo, porque por dentro me siento mucho
más mayor de lo que aparento.
Hace 20 años, quizás menos, mi
profesora se lamentaba de que sus alumnos cada vez estudiaban menos, en
general. No conocía a algunos de los de ahora, empezando por mis hijos (hablo del instrumento musical). A veces, da la sensación de que el desinterés
y la apatía llevan la voz cantante, o eso intentan, y de que vence la ley del mínimo
esfuerzo. Por todas partes nos inundan con mensajes pesimistas y
catastrofistas, por si la percepción que tenemos de la realidad no bastara.
Parece que en vez de dar clase,
tienes que ir a una trinchera, no a arengar a unas tropas, sino a plantarles
cara a golpe de plumero, tal es la situación actual para muchos docentes. Los
alumnos están descentrados, con infinidad de cosas en su cabeza, y lo peor,
salvo una minoría, sin ser conscientes de su dispersión. Lógicamente nosotros
también lo estamos. ¿Cómo no íbamos a estarlo?
Se nos satura con la idea de que la
vida es lucha, y tenemos a padres luchando contra profesores, a alumnos
acosándose entre sí, o a profesores acosando a alumnos o a la inversa.
Parece (o eso me intentan hacer
creer) que ni siquiera el inglés lo veis como necesario (hay mucha tontería con
el inglés, eso es cierto), y tal vez pensáis que, torpedeando la labor del
profesor (en este caso, la mía), vais a obtener un beneficio en forma de un
aprobado más fácil. ¡Cuánto se equivoca el que piensa así! ¡Qué forma más necia
de enfrentar la realidad!
Sin embargo, es la que aparenta
prevalecer. No nos damos cuenta de que de ese modo, nos cavamos nuestra propia
tumba, nos fabricamos un destino de fracaso en el que, cuando el sistema nos
engulla, acabaremos cayendo. Y la culpa siempre será de otro.
Yo ya os dije que no arrojo la
toalla con facilidad. Porque me he pasado la vida luchando, pero no contra mis
compañeros, sino tratando de superarme. De superar mis miedos, que como todos,
también tengo, pero los afronto. Y sé que si yo me rindo, perdéis vosotros. Y
no estoy dispuesto a ello. Porque vale más una sonrisa vuestra que todo el oro
del mundo, y merecéis tener un mejor futuro.
Vale más (para mí) un error que
corrijáis gracias a mi empeño que todos los sobresalientes, notables o
aprobados que podáis sacar todos juntos. Y no voy a ceder en el empeño. Porque
estoy convencido de navegar en la dirección correcta. Porque nunca se puede
cuantificar la influencia que pueda tener un profesor, y yo ya he comprobado
que se tiene, precisamente cuando menos te lo esperas.
Y como sé que las palabras algunas
veces sí tienen un valor, espero que algún día, alguien reaccione ante lo que
le diga una canción de Bob Dyland, o de Don McLean, de los Beatles o de Simon
& Gartfunkel, de Sting o de Michael Jackson o incluso, por qué no, de James
Taylor o de Carole King. Y entonces, algo habrá empezado a surgir de vosotros, algo
que acabará dando sentido a vuestras vidas: llamadlo reflexión, llamadlo iluminación, llamadlo como queráis, pero ¡coño,
llamadlo a ver si viene de una vez! (¡que es broma…!)
Acabo con estas palabras de Walt
Whitman, que os dedico de todo corazón:
“No
dejes que termine el día sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, sin
haber aumentado tus sueños. No te dejes vencer por el desaliento. No permitas
que nadie te quite el derecho a expresarte, que es casi un deber. No abandones
las ansias por hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las
palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo…”
Yo también así lo creo.
P. D. Esas palabras pertenecen a un poema que publiqué completo hace escasos días en el blog. Deberíamos imprimirlo y colgarlo donde lo pudiéramos leer cada día.
Sin palabras.
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